Con la parábola del buen samaritano, Jesús enseñó quién es nuestro prójimo y cómo debemos mostrar en la práctica nuestro amor por Dios y por los demás. Amar a Dios no debe ser solo una emoción que nos embarga en un momento. Debe ser algo que mostramos constantemente en la forma en que tratamos a los demás.
El corazón del buen samaritano estaba muy lleno del amor de Dios. Esto lo demostró al estar dispuesto a dejar su comodidad y exponerse a peligros para ayudar al hombre moribundo que encontró en su camino.
1. El buen samaritano se enfocó en la persona necesitada, no en el peligro
El camino de Jerusalén a Jericó era conocido por ser peligroso. El herido había sido asaltado y dejado medio muerto, lo que implicaba un riesgo real para cualquiera que se detuviera a ayudar. Sin embargo, el buen samaritano no permitió que el temor lo paralizara.
Mientras otros vieron el peligro y siguieron de largo, él vio a una persona que sufría. Su compasión fue más fuerte que su miedo. Esto nos enseña que el amor verdadero nos ayuda a mirar más allá de las circunstancias adversas y a poner en primer lugar la necesidad del prójimo, aun cuando hacerlo implique sacrificio o riesgo personal.
2. El amor de Dios y al prójimo lo impulsó a la acción
El amor genuino que viene de Dios no se queda en sentimientos ni en buenas intenciones. Se demuestra con hechos concretos. El buen samaritano no solo sintió lástima por el herido, sino que actuó de inmediato. Se detuvo, vendó sus heridas, las trató con aceite y vino, lo subió a su cabalgadura y se encargó personalmente de su cuidado.
Esto nos recuerda que amar a Dios y al prójimo implica movernos, servir y responder a las necesidades reales de las personas. Un amor que no actúa se queda incompleto. El amor que viene de Dios siempre nos impulsa a hacer algo por los demás.
3. Mostró que el corazón lleno del amor de Dios no se deja vencer por los prejuicios
En ese tiempo, existía una fuerte enemistad entre judíos y samaritanos. Aun así, el buen samaritano no permitió que los prejuicios culturales, religiosos o sociales definieran su respuesta. Para él, el hombre herido no era un judío, sino una persona necesitada.
El amor que Dios pone en nuestros corazones no discrimina ni selecciona a quién ayudar. No se fija en la raza, la condición social, el pasado o las diferencias personales. Cuando el amor de Dios gobierna nuestra vida, somos capaces de ver a los demás como él los ve y de extender misericordia sin barreras.
4. El buen samaritano dio con generosidad y sin esperar nada a cambio
La ayuda del buen samaritano no fue limitada ni calculada. Él dio su tiempo, sus recursos y sus fuerzas sin esperar reconocimiento, gratitud o recompensa. Incluso después de llevar al herido al mesón, dejó dinero suficiente para que continuaran cuidándolo y prometió cubrir cualquier gasto adicional.
Esta actitud nos enseña que la verdadera generosidad nace de un corazón confiado en Dios. Cuando entendemos que todo lo que tenemos proviene de él, somos capaces de dar libremente y con alegría, sin medir el beneficio personal ni esperar algo a cambio.
5. Demostró que quien tiene el amor de Dios no duda en involucrarse
El buen samaritano no ayudó desde lejos ni de forma superficial. Se involucró profundamente en la situación del herido. Tocó sus heridas, lo cargó, lo acompañó y se responsabilizó por su bienestar.
Así también, el amor de Dios nos llama a involucrarnos en la vida de las personas, a no quedar indiferentes ni distantes frente al dolor ajeno. Quien ama como Dios ama no pasa de largo, sino que se acerca. Acompaña al que sufre y se compromete a aliviar su necesidad usando los recursos que tiene a su alcance.
Conclusión
La parábola del buen samaritano nos desafía a vivir un cristianismo práctico, visible y lleno de misericordia. Nos recuerda que amar a Dios se refleja en cómo tratamos a quienes encontramos en nuestro camino.
Un corazón lleno del amor de Dios no ignora el sufrimiento, no se deja dominar por el miedo ni por los prejuicios, y no escatima esfuerzos para ayudar. Al igual que hizo el buen samaritano, aprendamos a detenernos, a mirar con compasión y a actuar con amor, mostrando así el corazón de Dios al mundo.
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